EL DÍA DEL SEÑOR: CRISTO REY

   La fiesta de hoy es relativamente reciente en la liturgia. Pío XI, haciéndose eco de múltiples peticiones procedentes de todo el mundo católico, creyó oportuno instituir la fiesta de Cristo Rey en 1925, año en que se celebraba el XV centenario del primer Concilio de Nicea, donde se definió la consubstancialidad del Hijo con el Padre.               

     La decisión de Pío XI tuvo presente el avance del ateísmo y de la secularización en la sociedad. La finalidad de esta fiesta es afirmar la soberanía de Jesucristo sobre los hombres y las instituciones.  El Papa Pío XI dispuso que se celebrase el último domingo de octubre. La liturgia renovada después del Concilio Vaticano II ha conservado la fiesta, pero trasladándola al último domingo del año litúrgico, y de esta forma es como el remate y coronación de todo el año. Además, ha cambiado parcialmente su sentido. Ahora la idea dominante es el reinado de Jesucristo en sí mismo considerado.

     El Señor se sienta como rey eterno, el Se­ñor bendice a su pueblo con la paz (1), nos recuerda una de las Antífonas de la Misa. La Solemnidad que celebramos «es como una síntesis de todo el misterio salvífico»(2). Con ella se cierra el año litúrgico, después de haber celebrado todos los misterios de la vida del Señor, y se pre­senta a nuestra consideración a Cristo glorioso, Rey de toda la creación y de nuestras almas. Aun­que las fiestas de Epifanía, Pascua y Ascensión son también de Cristo Rey y Señor de todo lo creado, la de hoy fue especialmente instituida para mostrar a Jesús como el único soberano ante una sociedad que parece querer vivir de espaldas a Dios(3).

   En los textos de la Misa se pone de manifiesto el amor de Cristo Rey, que vino a establecer su rei­nado, no con la fuerza de un conquistador, sino con la bondad y mansedumbre del pastor: Yo mis­mo en persona buscaré a mis ovejas siguiendo su rastro. Como un pastor sigue el rastro de su reba­ño cuando se encuentran las ovejas dispersas, así seguiré Yo el rastro de mis ovejas; y las libraré, sa­cándolas de todos los lugares donde se desperdi­garon el día de los nubarrones y de la oscuridad (4). Con esta solicitud buscó el Señor a los hombres dispersos y alejados de Dios por el pecado. Y como estaban heridos y enfermos, los curó y ven­dó sus heridas. Tanto los amó que dio la vida por ellos.

    «Como Rey viene para revelar el amor de Dios, para ser el Mediador de la Nueva Alianza, el Redentor del hombre. E1 Reino instaurado por Jesucristo actúa como fermento y signo de salva­ción para construir un mundo más justo, más fra­terno, más solidario, inspirado en los valores evan­gélicos de la esperanza y de la futura bienaventu­ranza, a la que todos estamos llamados. Por esto en el Prefacio de la celebración eucarística de hoy se habla de Jesús que ha ofrecido al Padre un rei­no de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz» (5).

   Así es el Reino de Cristo, al que somos llamados para participar en él y para extenderlo a nuestro alrededor con un apostolado fecundo. El Señor ha de estar presen­te en familiares, amigos, vecinos, compañeros de trabajo... «Ante los que reducen la religión a un cúmulo de negaciones, o se conforman con un ca­tolicismo de media tinta; ante los que quieren po­ner al Señor de cara a la pared, o colocarle en un rincón del alma...: hemos de afirmar, con nuestras palabras y con nuestras obras, que aspiramos a ha­cer de Cristo un auténtico Rey de todos los cora­zones..., también de los suyos» (6).

   Oportet autem illum regnare..., es necesa­rio que Él reine... (7). San Pablo enseña que la soberanía de Cristo sobre toda la creación se cumple ya en el tiempo, pero alcanzará su plenitud definitiva tras el juicio universal. El Apóstol presenta este acontecimien­to, misterioso para nosotros, como un acto de so­lemne homenaje al Padre: Cristo ofrecerá como un trofeo toda la creación, le brindará el Reino que hasta entonces le había encomendado (8). Su ve­nida gloriosa al fin de los tiempos, cuando haya es­tablecido el cielo nuevo y la tierra nueva (9), llevará consigo el triunfo definitivo sobre el demonio, el pecado, el dolor y la muerte (10).

   Mientras tanto, la actitud del cristiano no pue­de ser pasiva ante el reinado de Cristo en el mun­do. Nosotros deseamos ardientemente ese reinado: ¡ Oportet illum regnare... ! Es necesario que reine en primer lugar en nuestra inteligencia, mediante el conocimiento de su doctrina y el acatamiento amoroso de esas verdades reveladas; es necesario que reine en nuestra voluntad, para que obedezca y se identifique cada vez más plenamente con la voluntad divina; es preciso que reine en nuestro
corazón, para que ningún amor se interponga al amor a Dios; es necesario que reine en nuestro cuerpo, templo del Espíritu Santo (11); en nuestro trabajo, camino de santidad ...«¡Qué grande eres Señor y Dios nuestro! Tú eres el que pones en nuestra vida el sentido sobrenatural y la eficacia divina. Tú eres la causa de que, por amor de tu Hijo, con todas las fuerzas de nuestro ser, con el alma y con el cuerpo podamos repetir: oportet illum regnare!, mientras resuena la copla de nues­tra debilidad, porque sabes que somos criatu­ras»(12).

   La fiesta de hoy es como un adelanto de la se­gunda venida de Cristo en poder y majestad, la ve­nida gloriosa que llenará los corazones y secará toda lágrima de infelicidad. Pero es a la vez una llamada y acicate para que a nuestro alrededor el espíritu amable de Cristo impregne todas las rea­lidades terrenas, pues «la esperanza de una tierra nueva no debe atenuar, sino más bien estimular, el empeño por cultivar esta tierra, en donde crece ese cuerpo de la nueva familia humana que ya nos puede ofrecer un cierto esbozo del mundo nuevo. Por lo tanto, aunque haya que distinguir con cui­dado el progreso terreno del desarrollo del Reino de Cristo, sin embargo, el progreso terreno, en cuanto que puede ayudar a organizar mejor la so­ciedad humana, es de gran importancia para el Reino de Dios». Los bienes de la dignidad humana, de la co­munión fraterna y de la libertad -es decir, todos los bienes de la naturaleza y los frutos de nuestro esfuerzo- los volveremos a encontrar, después de que los hayamos propagado (...), y esta vez ya lim­pios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo devuelva al Padre el Reino eterno y universal (...). El Reino está ya presente miste­riosamente en esta tierra; y cuando el Señor ven­ga alcanzará su perfección» (13). Nosotros colabora­mos en la extensión del reinado de Jesús cuando procuramos hacer más humano y más cristiano el pequeño mundo que nos rodea, el que cada día frecuentamos.

(1) Antífona de comunión. Sal 28, IO-1l. (2) Juan Pablo Il, Homilía 20-XI­1983. – (3) Cfr. Pío XI, Enc. Quas primas, I1-XII-1925.- (4) Primera lectura. Ciclo A, Ez 34,11-12. – (5) Juan Pablo II, Alocución 26-XI-1989. –­ (6) San Josemaría Escrivá, Surco, 608. – (7) Segunda lectura. Ciclo A. 1 Cor 15, 25. (8) Cfr. ibidem, 1 Cor 15, 23-28. - (9)Apoc 21, I-2. - (10) Cfr. Sagrada Biblia, Epístolas de San Pablo a los Corintios, EUNSA, Pamplona 1984, nota a 1 Cor 15, 23-28. – (11) Cfr. Pío XI, Enc. Quas primas, cit. – (12) San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 181. (13) Conc. Vat. ll, Const. Gau­dium et spes, 39. 

Francisco F. Carvajal / Juan Ramón Domínguez