8 Soy la Madre del amor hermoso y del temor, del conocimiento y de la santa esperanza

Día octavo

Caridad apostólica

Soy la madre del amor hermoso y del temor, del conocimiento y de la santa esperanza (Eccl 24, 28)

Una caridad desbordante

                La plenitud de gracia con la que fue colmada Santa María lleva consigo plenitud de caridad. No ha habido criatura humana que haya amado a Dios como Ella. Nadie como Santa María vive delicadamente la caridad con el prójimo. Todas las páginas del Evangelio que hablan de nuestra Madre del Cielo recogen el testimonio de su caridad vigilante. Recordáis su actitud en las bodas de Caná. No está como una invitada más a la fiesta. Su caridad vigilante repara en que falta el vino para que la fiesta nupcial prosiga.  

                De labios del Señor sale el mayor piropo hacia su Madre. Cuando aquella mujer del pueblo exclama entusiasmada: Bendito el vientre que te llevó y los pechos que te alimentaron, Jesús responde: Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. Era el mayor elogio a su Madre, a su fiat amoroso incansable. En palabras de Juan Pablo II una sinfonía amorosa de síes, de hágases. 

                María no está en la Última Cena pero sigue muy de cerca todos los pasos de su Hijo. Muy grabado quedó en su corazón el Mandamiento Nuevo. En el Calvario María muestra la fortaleza de su Amor. Son muchos los que ven la intervención de la Virgen en la presencia de San Juan junto a la Cruz.

                Después de la Resurrección se percibe la intervención amorosa de Santa María en la recuperación de los discípulos hundidos en la tristeza y el desaliento. La vemos presente, en fín, en el momento de la Ascensión y en la venida del Espíritu Santo en Pentecostés.

                El Libro de los Hechos recoge la vida de la primera comunidad cristiana. Los discípulos suscitaban el asombro entre los paganos por su alegría y su caridad desbordante. Mirad cómo se aman, exclamaban al verles. San Lucas recoge el origen de esa caridad. Perseveraban en la oración, en la fracción del Pan (la Eucaristía),en la doctrina de los Apóstoles, junto a la Virgen María.

                Nos llenamos de alegría y de contento, de alabanzas la boca, y de afecto el corazón cuando la miramos y admiramos como la Madre del Amor hermoso, como Maestra en el arte de corresponder a Dios. Pone toda el alma en su servicio, entrega todo su Corazón.

                El Papa Francisco se ha caracterizado durante su aún corto pontificado por hablar de las"periferias" existenciales y por prestar atención a los grandes olvidados de la sociedad. Los ancianos, los inmigrantes, los pobres y los enfermos se han convertido para él no sólo en una prioridad sino en algo en lo que todos los católicos deben mirarse.

                 Por ello, acudió a Lampedusa antes de que ocurriera el fatídico accidente que dejó cientos de muertes, ha comido con sin techo y los ha visitado en varias ocasiones y ha pedido a todos que no se vea a los vagabundos como algo más del paisaje de la ciudad. Pide que en ellos todos los creyentes vean al mismísimo Jesucristo, con sus llagas y sus heridas.

                En la tradicional audiencia de los miércoles, el pontífice ha tenido otro de estos gestos conmovedores. Tras hablar a las decenas de miles de presentes, se acercó a saludar a los peregrinos. Allí había uno muy especial. Un hombre muy enfermo al que muchas personas no se atreverían ni a mirarle a la cara.

                Sin embargo, el Papa vio en él al propio Cristo y emulando a San Damián de Molokai, el santo que cuidó y abrazó a los leprosos, Francisco acudió a él y con una gran ternura no sólo le saludó sino que le apretó a su pecho, le consoló y le besó. Un gesto de amor con la naturalidad de un Papa muy sensible. Un gesto que quedará ya para la historia de su pontificado.

                Pedimos a Santa María en este día de la novena que nos ayude a ahondar más en el mandamiento nuevo. Recordemos las palabras del Papa Benedicto. " Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él " (1Jn 4, 16). Estas palabras de la Primera carta de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino. Además, en este mismo versículo, Juan nos ofrece, por así decir, una formulación sintética de la existencia cristiana: " Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él ".

                Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. En su Evangelio, Juan había expresado este acontecimiento con las siguientes palabras: " Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en él tengan vida eterna " (cf. Jn 3, 16). La fe cristiana, poniendo el amor en el centro, ha asumido lo que era el núcleo de la fe de Israel, dándole al mismo tiempo una nueva profundidad y amplitud. En efecto, el israelita creyente reza cada día con las palabras del Libro del Deuteronomio que, como bien sabe, compendian el núcleo de su existencia: " Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas " (Dt 6, 4-5). Jesús, haciendo de ambos un único precepto, ha unido este mandamiento del amor a Dios con el del amor al prójimo, contenido en el Libro del Levítico: " Amarás a tu prójimo como a ti mismo " (Lv 19, 18; cf. Mc 12, 29- 31). Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1Jn 4, 10), ahora el amor ya no es sólo un " mandamiento ", sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro.[1]
             

                Un periodista le hizo una pregunta capciosa: Madre Teresa, tiene usted setenta años. Cuando se muera, el mundo seguirá igual que antes de que usted naciera. Después de todo el esfuerzo que ha hecho usted, ¿qué ha cambiado en el mundo?

                Sin alterarse, y con una encantadora sonrisa, responde la Madre Teresa:
—Verá, yo nunca he querido cambiar el mundo. Yo solo he procurado ser una gota de agua pura en la que el amor de Dios pueda reflejarse. ¿Le parece poco?

                Silencio embarazoso en la sala donde se desarrolla la rueda de prensa. Lo rompe la Madre Teresa:
—¿Por qué no intenta usted también ser una gota de agua pura? Así ya seríamos dos.
La anécdota continúa. Se entabla un diálogo entre el desarmado periodista y la fundadora de las Misioneras de la Caridad, que le anima a convencer a su mujer y a sus tres hijos para que sean también gotas de agua pura, «... y ya seremos seis».

                El mandamiento nuevo

                El amor de Dios ocupa el centro en la vida cristiana: corresponder al amor de Dios es el primer mandamiento[2], unido al amor al prójimo: el mandamiento nuevo.[3] El amor a Dios es inseparable del amor al prójimo, que abarca a todos, también a quien parece poco agradable, desconocido, o incluso enemigo.          

                Este amor sólo es posible a partir del encuentro íntimo con Dios.[4] Amémonos unos a otros, porque el amor procede de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama no ha llegado a conocer a Dios, porque Dios es amor”.[5]

                Detengamos nuestra mirada en María, Maestra del sacrificio escondido y silencioso. [6] Contemplémosla  en aquellas tareas de Nazareth. verdaderamente escondidas y silenciosas. Allí, el Amor grande de la Madre a su HIjo se alimenta del trato continuo con Él y cuaja en continuas obras de caridad, de servicio.

                Su pierna estaba llena de gusanos. Había salido de una alcantarilla. Era medio hombre y medio animal. Aquella mujer, pequeña, insignificante... le trataba con un amor exquisito, sobresaliente. Le cuidaba, le acariciaba y le limpiaba con todo el cariño que nadie es capaz de dar; amor a lo divino. El periodista que lo contemplaba le dijo: Madre Teresa yo eso no lo haría ni por un millón de dólares. Ni yo tampoco, le contestó, lo hago por amor a Dios y a los demás por Dios.

                "Con el nombre de prójimo, dice San León Magno, no hemos de considerar sólo a los que se unen a nosotros con los lazos de la amistad o del parentesco, sino a todos los hombres, con los que tenemos una común naturaleza... Un solo Creador nos ha hecho, un solo Creador nos ha dado el alma. Todos gozamos del mismo cielo y del mismo aire, de los mismos días y de las mismas noches y, aunque unos son buenos y otros son malos, unos justos y otros injustos, Dios, sin embargo, es generoso y benigno con todos.[7]

                Los hijos de Dios nos forjamos en la práctica de ese mandamiento nuevo, aprendemos en la Iglesia a servir y a no ser servidos,[8] y nos encontramos con fuerzas para amar a la humanidad de un modo nuevo, que todos advertirán como fruto de la gracia de Cristo. Nuestro amor no se confunde con una postura sentimental, tampoco con la simple camaradería, ni con el poco claro afán de ayudar a los otros para demostrarnos a nosotros mismos que somos superiores. Es convivir con el prójimo, venerar -insisto- la imagen de Dios que hay en cada hombre, procurando que también él la contemple, para que sepa dirigirse a Cristo".[9]

                Santa María sigue con el corazón los acontecimientos de la Última Cena.  El Señor lava los pies a los Apóstoles y les da el mandatum novum: Como Yo os he amado, amaos también unos a otros.[10] Y les recuerda que deben servir a los demás como Él lo ha hecho.[11] El mandamiento nuevo implica aprender a amar con obras y de verdad.[12]
               
                Caridad apostólica

                La caridad con el prójimo es una manifestación del amor a Dios. Por eso, al esforzarnos por mejorar en esta virtud, no podemos fijarnos límite alguno. Con el Señor, la única medida es amar sin medida. De una parte, porque jamás llegaremos a agradecer bastante lo que Él ha hecho por nosotros; de otra, porque el mismo amor de Dios a sus criaturas se revela así: con exceso, sin cálculo, sin fronteras.

                La misericordia no se queda en una escueta actitud de compasión: la misericordia se identifica con la superabundancia de la caridad que, al mismo tiempo, trae consigo la superabundancia de la justicia. Misericordia significa mantener el corazón en carne viva, humana y divinamente transido por un amor recio, sacrificado, generoso. Así glosa la caridad San Pablo en su canto a esa virtud: la caridad es sufrida, bienhechora; la caridad no tiene envidia, no obra precipitadamente, no se ensoberbece, no es ambiciosa, no busca sus intereses, no se irrita, no piensa mal, no se huelga de la injusticia, se complace en la verdad; a todo se acomoda, cree en todo, todo lo espera y lo soporta todo.[13]

                Estudiaban en la facultad de derecho de la universidad de Roma. Eran delegados de curso. Uno de ellos, perteneciente al Opus Dei animaba al otro -comunista- que se acercara a Jesucristo sin conseguirlo. Un día, el estudiante comunista se puso enfermo. Hubo una reunión de delegados y otro estudiante -también comunista- empezó a hablar del enfermo. El cristiano se puso en pié y le dijo: Es mi amigo y no te consiento que hables mal de él. A los pocos días el enfermo se enteró del suceso y se conmovió ante la lealtad de su amigo. Fue el principio de su conversión.

                Con qué frecuencia Santa María recordaría las palabra de su Hijo: Vosotros sois la sal de la tierra... Vosotros sois la luz del mundo.[14] Seremos sal y luz si estamos unidos a Cristo, si la oración es lo primero... El apostolado es amor de Dios, que se desborda, dándose a los demás.[15] La caridad apostólica es la manifestación exacta, adecuada, necesaria, de la vida interior. Cuando se paladea el amor de Dios se siente el peso de las almas.

                Pidamos a la Virgen que nos ayude a ver el mundo que nos rodea como Jesús miraba a las muchedumbres, que andaban como ovejas sin pastor.[16] Con Santa María debemos buscar esa visión que descubre en las personas su dimensión profunda: la verdad de su vida. Participar de la mirada divina: Que yo vea con tus ojos, Cristo mío.[17]

                Es la verdad de Cristo la que ilumina en profundidad el sentido de la existencia de cada persona. El cristiano puede y debe descubrir ese sentido y esforzarse por mostrárselo a cada persona que se encuentra. Esto no es posible, si primero no lo hace en sí mismo. Es la verdad de la propia vida, la que lleva a los demás a encontrar a Dios en la suya. Cada uno debe ser un foco activo de apostolado, que haga eco y difunda doctrina cristiana diáfana, en medio de este mundo y de esta Iglesia, tan necesitados de la buena medicina que encierra la verdad que Jesús nos
trajo.[18]

                Como a María, todo en nuestra vida nos debe llevar a vivir para los demás: la alegría -que procede de la paz del alma-, la cordialidad, el optimismo, el espíritu de servicio, la intensidad y el orden en el trabajo, la preocupación por el que más lo necesita, las muestras normales de simpatía y de consideración... ¿Vivimos así, pendientes de los demás, en el trabajo, en los ambientes en que nos movemos? No somos apóstoles a ratos. Cualquier persona, cualquiera que sea la situación en que se encuentre puede necesitar nuestra caridad. Todo debe ser apostolado real en nuestra vida. Es la  manera de ser y de estar en el mundo de los cristianos.

                Era una buena alumna e hizo algo insólito en ella: se durmió en clase. En el descanso le preguntó la profesora y María se explicó. La noche anterior estaba atascada con unos deberes y pidió ayuda a su padre. Este solícito interrumpió sus tareas y ayudó durante un buen rato a su hija. Al darle las buenas noches la niña agradeció al padre su solicitud. Su padre sonriéndole le dijo: Hija mía para mi tu siempre eres los primero. A María le conmovió esta respuesta y apenas pudo conciliar el sueño al recordar el cariño de su padre.

                “Pero para cumplir una misión tan ardua -nos dice Juan Pablo II- hace falta un incesante crecimiento interior
alimentado por la oración. San Josemaría fue un maestro en la práctica de la oración, que consideraba una extraordinaria "arma" para redimir al mundo. Recomendaba siempre: "Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy "en tercer lugar", acción" (Camino, n. 82). No es una paradoja, sino una verdad perenne: la fecundidad del apostolado reside, ante todo, en la oración y en una vida sacramental intensa y constante. Este es, en el fondo, el secreto de la santidad y del verdadero éxito de los santos”.[19]

                Finalizamos este día con las palabras del Papa en la Evangelii gaudium. "Con el Espíritu Santo, en medio del pueblo siempre está María. Ella reunía a los discípulos para invocarlo (Hch1,14), y así hizo posible la explosión misionera que se produjo en Pentecostés. Ella es la Madre de la Iglesia evangelizadora y sin ella no terminamos de comprender el espíritu de la nueva evangelización".[20]

                "A la Madre del Evangelio viviente le pedimos que interceda para que esta invitación a una nueva etapa evangelizadora sea acogida por toda la comunidad eclesial. (...) Nosotros hoy fijamos en ella la mirada, para que nos ayude a anunciar a todos el mensaje de salvación, y para que los nuevos discípulos se conviertan en agentes evangelizadores.[21] En esta peregrinación evangelizadora no faltan las etapas de aridez, ocultamiento, y hasta cierta fatiga, como la que vivió María en los años de Nazaret, mientras Jesús crecía: «Éste es el comienzo del Evangelio, o sea de la buena y agradable nueva".[22]

                "Hay un estilo mariano en la actividad evangelizadora de la Iglesia. Porque cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes. Mirándola descubrimos que la misma que alababa a Dios porque «derribó de su trono a los poderosos» y «despidió vacíos a los ricos» (Lc 1,52.53) es la que pone calidez de hogar en nuestra búsqueda de justicia. Es también la que conserva cuidadosamente «todas las cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2,19).

                María sabe reconocer las huellas del Espíritu de Dios en los grandes acontecimientos y también en aquellos que parecen imperceptibles. Es contemplativa del misterio de Dios en el mundo, en la historia y en la vida cotidiana de cada uno y de todos. Es la mujer orante y trabajadora en Nazaret, y también es nuestra Señora de la prontitud, la que sale de su pueblo para auxiliar a los demás «sin demora» (Lc 1,39). Esta dinámica de justicia y ternura, de contemplar y caminar hacia los demás, es lo que hace de ella un modelo eclesial para la evangelización. Le rogamos que con su oración maternal nos ayude para que la Iglesia llegue a ser una casa para muchos, una madre para todos los pueblos, y haga posible el nacimiento de un mundo nuevo. Es el Resucitado quien nos dice, con una potencia que nos llena de inmensa confianza y de firmísima esperanza: «Yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). Con María avanzamos confiados hacia esta promesa, y le decimos:

Virgen y Madre María,
tú que, movida por el Espíritu,
acogiste al Verbo de la vida
en la profundidad de tu humilde fe,
totalmente entregada al Eterno,
ayúdanos a decir nuestro «sí»
ante la urgencia, más imperiosa que nunca,
de hacer resonar la Buena Noticia de Jesús.
Tú, llena de la presencia de Cristo,
llevaste la alegría a Juan el Bautista,
haciéndolo exultar en el seno de su madre.
Tú, estremecida de gozo,
cantaste las maravillas del Señor.
Tú, que estuviste plantada ante la cruz
con una fe inquebrantable
y recibiste el alegre consuelo de la resurrección,
recogiste a los discípulos en la espera del Espíritu
para que naciera la Iglesia evangelizadora.
Consíguenos ahora un nuevo ardor de resucitados
para llevar a todos el Evangelio de la vida
que vence a la muerte.
Danos la santa audacia de buscar nuevos caminos
para que llegue a todos
el don de la belleza que no se apaga.
Tú, Virgen de la escucha y la contemplación,
madre del amor, esposa de las bodas eternas,
intercede por la Iglesia, de la cual eres el icono purísimo,
para que ella nunca se encierre ni se detenga
en su pasión por instaurar el Reino.
Estrella de la nueva evangelización,
ayúdanos a resplandecer en el testimonio de la comunión,
del servicio, de la fe ardiente y generosa,
de la justicia y el amor a los pobres,
para que la alegría del Evangelio
llegue hasta los confines de la tierra
y ninguna periferia se prive de su luz.
Madre del Evangelio viviente,
manantial de alegría para los pequeños,
ruega por nosotros.
Amén. Aleluya.[23]





[1] Benedicto XVI, Deus Caritas est, n. 1
[2] cfr. Mt 22, 37-40
[3] Jn 13, 34-35
[4] cfr. Benedicto XVI, Enc. Deus caritas est, 16-18
[5] 1 Jn 4, 7-8
[6] San Josemaría, Camino n. 509
[7] S. León Magno, Sermo 12, 2 (PL 54, 170)
[8] Cfr. Mt 20, 28
[9] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 230
[10] Jn 13, 34
[11] cfr. Mc 9, 33-37; 10, 35-45
[12] 1 Jn 3, 18
[13] 1Co 13, 4-7
[14] cfr. Mt 5, 13-14
[15] San Josemaría, Es Cristo que pasa, 122
[16] Mt 9,36
[17] De San Josemaría, en Carta Pastoral de D. Álvaro 1-XI-1991
[18] San Josemaría, Carta pastoral, 14-II-1974, n.14
[19] Juan Pablo II, Homilía 6-X-02
[20] Papa Francisco, Evangelii gaudium, 284
[21] Cf. Propositio 58.
[22] Papa Francisco, Evangelii gaudium, 287
[23] Papa Francisco, Evangelii gaudium, 288